Hace unos días, un simple detalle volvió a demostrarme por qué me
metí en la carrera de psicología:
Llegaba tarde.
Caminaba por la calle, para llegar a una cita con mi pareja,
así que intentaba aligerar el paso lo más que podía; por una de las
intersecciones, iba caminando una muchacha, que llegó a la misma calle por la
que yo discurría; durante un rato, estuvimos caminando a la par, con ritmo de
paso similar; no podía verle la cara, su pelo largo cubría su perfil por
completo. Pero podía oír su llanto; podía oír cómo sus lágrimas caían al suelo;
podía oír cómo mi corazón se estremecía.
Llevaba prisa.
Una desconocida estaba caminando a mi lado, llorando,
secándose sus lágrimas a medida que avanzaba, y yo, estaba experimentando su
dolor; no conocía su circunstancia, ni su forma de ser, ni si había tenido una
pelea, ni si había discutido con su pareja, (si es que la tenía). Pero sentía
su dolor; sentía sus lágrimas caer por mi piel.
No podía detenerme.
Sentía la necesidad de hacer algo por ella; aunque sólo
fuera preguntarle que si estaba bien; pero antes de darme cuenta, nuestros
caminos se separaron en la siguiente calle; unas amigas acudieron a su
encuentro y sentía que ellas, ya haría por ella lo que fuera, mejor de lo que
pudiera haberlo hecho yo.
Pero el dolor que
sentí era real.
Poder ayudar a personas como aquella muchacha que lloraba;
intervenir en el dolor de personas completamente desconocidas, pero cuya
felicidad también ha de ser merecida; aprender las habilidades necesarias para
que todas esas personas que sufren tengan esperanza y encuentren el camino de
la vida que desean.
La psicología: una
buena razón para vivir.
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